Manos al aire
Rossella Di Paolo
A veces creo que la literatura es una ocupación de
fantasmas.
Fantasmas los escritores, anotando y leyendo y
escribiendo y tachando y releyendo y reescribiendo sin sosiego, entre las vigas
altas de sus mesas de trabajo y estantes.
Fantasmas los lectores, que nos acercamos sigilosos al
libro cuando su autor ya no lo ronda más, ya lo dejó solo… el puro libro solo
que empezará a atravesarnos con su blanquísima faz, sus cicatrices negras. Porque
un libro es también un fantasma, una silenciosa corriente de agua o aire escurriéndose
entre dedos y pestañas hasta ocultarse en la esquina más secreta de nuestro
corazón.
Un libro, este libro, No
estrechéis esa mano, de Alessandro Caviglia (Lima 1968) que nos atraviesa como
una sombra:
las estrellas aparecen,
se inunda el infinito,
y soy una sombra
que proyecta la luna
sobre la hierba.
… o quizá una súbita luz, un vaho:
Entre las sombras, los dedos,
la cerilla encendida,
entre el paso nocturno
se encuentra mi hálito, mi memoria,
Un libro que desde la entrada nos pide o nos advierte que
no estrechemos su mano, o no estrechemos la mano de aquello que lo recorre, y
que sin duda es algo melancólico, solitario, impreciso…
“No estrechéis esa mano” es un verso desprendido de ese bellísimo
poema de Luis Cernuda (*) cuya acuciante extrañeza parece subrayar tras
bambalinas –si cabe– la atmósfera fantasmal del libro que nos reúne esta noche.
Porque el poema de Cernuda nos habla de un cuerpo vacío que deambula entre la
niebla. ¿Un muerto?, ¿la Muerte?, ¿un remordimiento?, ¿un pesar? Quizá todo eso
y algo peor: la vida misma, pues, qué mejor que un cuerpo vacío avanzando solitario
entre la niebla para representar nuestra vulnerabilidad, nuestras fugacidad y
desconcierto.
Condenados a muerte desde que nacemos, el paseo es breve
pero atravesado por preguntas, sueños y lastimaduras que nos desvelan. Damos
miedo realmente. Mejor no estrecharnos las manos unos a otros porque cada uno
es un abismo donde nos caemos y hacemos caer a los demás:
A lo lejos, con tristeza,
dejo caer mi cuerpo entre la lluvia y la sombra;
es el atardecer pálido sobre el universo
deshojando las palmas de mis manos;
huella de arena en pleno centro de la tierra.
… Pienso en esas palmas que se deshojan, elusivas. Manos impalpables
de ángel, de diablo, de muerto… lo mismo da, porque son manos de nada, de
vértigo, de caída libre. Pero mientras caen, las manos alcanzan a rozar la
belleza, a hacerla brillar por un instante. Mientras caen, las manos rasgan gargantas
azules y guitarras blues, y
escuchamos o evocamos como milagros
furtivos a Robert Johnson, a Lucho Hernández, a Emily Dickinson, a Pavese, a Cernuda…
y entonces, ¿cómo no estrechar esas manos que nos conmueven?
***
Aunque nos sostengan huesos y nos recubra un pellejo o un
traje, un techo o un montón de estrellas; aunque nos refrendemos con
innumerables documentos o títulos o fanfarrias y parloteos (“delirio de ocas
incandescentes”, dice Caviglia en un verso fantástico), somos seres azarosos y
oscuros que atravesamos o somos atravesados por las cosas; fantasmas inconsistentes,
desflecándonos entre pasos en falso, malentendidos, dudas, enfermedades y
muertes. “Agujeros” los llamaba Johnny Carter / Charlie Parker, el saxofonista
genial, en el también genial cuento de Julio Cortázar, “El perseguidor”:
“Eso es lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran
seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más
pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir
que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que
fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los
agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el
tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador
colándose a sí mismo…”.
Los inquietantes y sutiles poemas de Alessandro Caviglia
parecen alertarnos en esa misma dirección, en esa misma conciencia de la nada
que acecha, que nunca deja de acechar:
Nada,
sino un cuerpo dado en el abrazo;
entregado en torrentes que
se deslizan en las manos,
y una mirada inquietante ante puertas,
corredores,
abismos.
Nada,
sólo el silencio.
Qué fácil (¿qué necesario?) inventarse balsas, piso, hitos
y hasta la inmortalidad ante esa nada o ese silencio que Camus definió como la “tierna
indiferencia del mundo”. Pero siempre algo, alguien, con los ojos muy abiertos
nos aviva el seso y despierta:
A Emily Dickinson
Desde su silla observa cortejos fúnebres
como quien contempla el abismo;
ella es el ojo que escruta el absoluto silencio del sol.
No hay piso bajo nuestros pies, nunca lo hubo. Estamos
avisados:
No beses esos labios que se abren
para pronunciar tu nombre
que son como la muerte que llama
somnolienta
esperando por ti, por mí.
***
Los breves y casi evanescentes poemas de No estrechéis esa mano, nos depositan en
una especie de cruce de caminos, allí donde todo gira sobre sí mismo, en
angustiosa incertidumbre. No por nada el libro se cierra con la alusión al
legendario intérprete de blues,
Robert Johnson, en su supuesto pacto con el diablo en el cruce de la autopista
61 con la 49 en Clarksdale.
Como un eco de esa extraña historia, los poemas de No estrechéis esa mano nos hablan de almas
en sombra que van como colgadas de un hilo. En ese estado, es sencillo perderlas,
dejarlas caer, rodar… De todas formas, el pacto con la muerte ya está hecho, y
mientras nos acercamos a honrar la deuda, solo nos queda el canto del cisne, la
belleza de una voz que da cuenta de nuestra indefensión y soledad y que,
paradójicamente, es la que más se parece al silencio, o al viento, o al agua,
que se deslizan seductoramente por estas páginas como una misma imagen… algo
que está allí y no está allí, como nosotros mismos, escabulléndonos hacia la
nada entre los dedos silenciosos, indiferentes, del mundo.
***
Como conclusión, y porque poemas y relatos suelen alzarse
desde los mismos fondos, quisiera referirme a uno de los cuentos de Ernest Hemingway
que más admiro, y es ese en el que un camarero de cierta edad se identifica con
el viejo parroquiano que bebe alcohol solitaria y dignamente hasta altas horas
de la noche, intentando conjurar su soledad y su desesperanza en un café limpio
y bien iluminado (de hecho, el cuento se titula “Un lugar limpio y bien
iluminado”), quizá porque un espacio amable logra convocar algo parecido a una
tregua, un piso bajo los pies, un hogar imposible. En un determinado momento,
el camarero reflexiona:
“¿De qué tenía miedo? No era miedo; ni terror. Era una
nada que conocía demasiado bien. No era más que una nada, y un hombre también
era nada. Sólo era eso, y la luz era todo lo que necesitaba, además de un poco
de limpieza y de orden. Algunos vivían en medio de eso y nunca se daban cuenta,
pero él sabía que todo era nada y pues
nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así
en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a
nuestras nadas. Y no nos dejes caer
en la nada, mas líbranos de nada; pues nada…”.
Comencé esta presentación diciendo que la literatura
parecía una ocupación de fantasmas. Como siempre, la literatura es la clave
oculta de todo, el reverso o la trama del mundo, pues lo que debí escribir es
que la existencia toda es una ocupación de fantasmas, una ilusión, una nada, “una
agitada muerte”, como bien dice, y tan bellamente, un poema aquí:
El mundo, el aire, el agua,
por debajo, por detrás,
angostando la sonrisa,
atormentando las pisadas,
¿qué es eso?, ¿qué hay
en este silencio de caracola?
Un eco se sumerge en el agua,
no deja más
que una agitada muerte.
Gracias, Alessandro, por recordárnoslo.
(*) Remordimiento en traje de noche. Un
hombre gris avanza por la calle de niebla; / No lo sospecha nadie. Es un cuerpo
vacío; / Vacío como pampa, como mar, como viento, / Desiertos tan amargos bajo
un cielo implacable. // Es el tiempo pasado, y sus alas ahora / Entre la sombra
encuentran una pálida fuerza; / Es el remordimiento, que de noche, dudando, /
En secreto aproxima su sombra descuidada. // No estrechéis esa mano. La yedra
altivamente / Ascenderá cubriendo los troncos del invierno. / Invisible en la
calma el hombre gris camina. / ¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está
sorda.
Etiquetas: alessandro caviglia, No estrechéis esa mano, poesía peruana, presentación de poemario de Alessandro Caviglia, Rossella di Paolo
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