en tus huellas dactilares el silencio habita

en este espacio quiero compartir con todos mis creaciones literarias, que me vienen acompañado varios años

miércoles, 12 de marzo de 2014

Presentación de "No estrechéis esa mano" por Rossella di Paolo

                                            


                                        Manos al aire 
                                                                                                 Rossella Di Paolo



A veces creo que la literatura es una ocupación de fantasmas.

Fantasmas los escritores, anotando y leyendo y escribiendo y tachando y releyendo y reescribiendo sin sosiego, entre las vigas altas de sus mesas de trabajo y estantes.

Fantasmas los lectores, que nos acercamos sigilosos al libro cuando su autor ya no lo ronda más, ya lo dejó solo… el puro libro solo que empezará a atravesarnos con su blanquísima faz, sus cicatrices negras. Porque un libro es también un fantasma, una silenciosa corriente de agua o aire escurriéndose entre dedos y pestañas hasta ocultarse en la esquina más secreta de nuestro corazón.

Un libro, este libro, No estrechéis esa mano, de Alessandro Caviglia (Lima 1968) que nos atraviesa como una sombra:

las estrellas aparecen,
se inunda el infinito,
y soy una sombra
que proyecta la luna
sobre la hierba.

… o quizá una súbita luz, un vaho:

Entre las sombras, los dedos,
la cerilla encendida,
entre el paso nocturno
se encuentra mi hálito, mi memoria,


Un libro que desde la entrada nos pide o nos advierte que no estrechemos su mano, o no estrechemos la mano de aquello que lo recorre, y que sin duda es algo melancólico, solitario, impreciso…

“No estrechéis esa mano” es un verso desprendido de ese bellísimo poema de Luis Cernuda (*) cuya acuciante extrañeza parece subrayar tras bambalinas –si cabe– la atmósfera fantasmal del libro que nos reúne esta noche. Porque el poema de Cernuda nos habla de un cuerpo vacío que deambula entre la niebla. ¿Un muerto?, ¿la Muerte?, ¿un remordimiento?, ¿un pesar? Quizá todo eso y algo peor: la vida misma, pues, qué mejor que un cuerpo vacío avanzando solitario entre la niebla para representar nuestra vulnerabilidad, nuestras fugacidad y desconcierto.

Condenados a muerte desde que nacemos, el paseo es breve pero atravesado por preguntas, sueños y lastimaduras que nos desvelan. Damos miedo realmente. Mejor no estrecharnos las manos unos a otros porque cada uno es un abismo donde nos caemos y hacemos caer a los demás: 

A lo lejos, con tristeza,
dejo caer mi cuerpo entre la lluvia y la sombra;
es el atardecer pálido sobre el universo
deshojando las palmas de mis manos;
huella de arena en pleno centro de la tierra.


… Pienso en esas palmas que se deshojan, elusivas. Manos impalpables de ángel, de diablo, de muerto… lo mismo da, porque son manos de nada, de vértigo, de caída libre. Pero mientras caen, las manos alcanzan a rozar la belleza, a hacerla brillar por un instante. Mientras caen, las manos rasgan gargantas azules y guitarras blues, y escuchamos o evocamos como  milagros furtivos a Robert Johnson, a Lucho Hernández, a Emily Dickinson, a Pavese, a Cernuda… y entonces, ¿cómo no estrechar esas manos que nos conmueven?



                                                     ***


Aunque nos sostengan huesos y nos recubra un pellejo o un traje, un techo o un montón de estrellas; aunque nos refrendemos con innumerables documentos o títulos o fanfarrias y parloteos (“delirio de ocas incandescentes”, dice Caviglia en un verso fantástico), somos seres azarosos y oscuros que atravesamos o somos atravesados por las cosas; fantasmas inconsistentes, desflecándonos entre pasos en falso, malentendidos, dudas, enfermedades y muertes. “Agujeros” los llamaba Johnny Carter / Charlie Parker, el saxofonista genial, en el también genial cuento de Julio Cortázar, “El perseguidor”:

“Eso es lo que me crispaba, Bruno, que se sintieran seguros. Seguros de qué, dime un poco, cuando yo, un pobre diablo con más pestes que el demonio debajo de la piel, tenía bastante conciencia para sentir que todo era como una jalea, que todo temblaba alrededor, que no había más que fijarse un poco, sentirse un poco, callarse un poco, para descubrir los agujeros. En la puerta, en la cama: agujeros. En la mano, en el diario, en el tiempo, en el aire: todo lleno de agujeros, todo esponja, todo como un colador colándose a sí mismo…”.


Los inquietantes y sutiles poemas de Alessandro Caviglia parecen alertarnos en esa misma dirección, en esa misma conciencia de la nada que acecha, que nunca deja de acechar:

Nada,
sino un cuerpo dado en el abrazo;
entregado en torrentes que
se deslizan en las manos,
y una mirada inquietante ante puertas,
corredores,
abismos.

Nada,
sólo el silencio.

Qué fácil (¿qué necesario?) inventarse balsas, piso, hitos y hasta la inmortalidad ante esa nada o ese silencio que Camus definió como la “tierna indiferencia del mundo”. Pero siempre algo, alguien, con los ojos muy abiertos nos aviva el seso y despierta:

A Emily Dickinson

Desde su silla observa cortejos fúnebres
como quien contempla el abismo;
ella es el ojo que escruta el absoluto silencio del sol.

No hay piso bajo nuestros pies, nunca lo hubo. Estamos avisados:

No beses esos labios que se abren
para pronunciar tu nombre
que son como la muerte que llama
somnolienta
esperando por ti, por mí.


            
                                                        ***


Los breves y casi evanescentes poemas de No estrechéis esa mano, nos depositan en una especie de cruce de caminos, allí donde todo gira sobre sí mismo, en angustiosa incertidumbre. No por nada el libro se cierra con la alusión al legendario intérprete de blues, Robert Johnson, en su supuesto pacto con el diablo en el cruce de la autopista 61 con la 49 en Clarksdale.

Como un eco de esa extraña historia, los poemas de No estrechéis esa mano nos hablan de almas en sombra que van como colgadas de un hilo. En ese estado, es sencillo perderlas, dejarlas caer, rodar… De todas formas, el pacto con la muerte ya está hecho, y mientras nos acercamos a honrar la deuda, solo nos queda el canto del cisne, la belleza de una voz que da cuenta de nuestra indefensión y soledad y que, paradójicamente, es la que más se parece al silencio, o al viento, o al agua, que se deslizan seductoramente por estas páginas como una misma imagen… algo que está allí y no está allí, como nosotros mismos, escabulléndonos hacia la nada entre los dedos silenciosos, indiferentes, del mundo.



                                                     ***

Como conclusión, y porque poemas y relatos suelen alzarse desde los mismos fondos, quisiera referirme a uno de los cuentos de Ernest Hemingway que más admiro, y es ese en el que un camarero de cierta edad se identifica con el viejo parroquiano que bebe alcohol solitaria y dignamente hasta altas horas de la noche, intentando conjurar su soledad y su desesperanza en un café limpio y bien iluminado (de hecho, el cuento se titula “Un lugar limpio y bien iluminado”), quizá porque un espacio amable logra convocar algo parecido a una tregua, un piso bajo los pies, un hogar imposible. En un determinado momento, el camarero reflexiona:

“¿De qué tenía miedo? No era miedo; ni terror. Era una nada que conocía demasiado bien. No era más que una nada, y un hombre también era nada. Sólo era eso, y la luz era todo lo que necesitaba, además de un poco de limpieza y de orden. Algunos vivían en medio de eso y nunca se daban cuenta, pero él sabía que todo era nada y pues nada y nada y pues nada. Nada nuestra que estás en la nada, nada sea tu nombre, venga a nosotros tu nada y hágase tu nada así en la nada como en la nada. La nada nuestra de cada día dánosla hoy, y perdona nuestras nadas así como nosotros perdonamos a nuestras nadas. Y no nos dejes caer en la nada, mas líbranos de nada; pues nada…”.


Comencé esta presentación diciendo que la literatura parecía una ocupación de fantasmas. Como siempre, la literatura es la clave oculta de todo, el reverso o la trama del mundo, pues lo que debí escribir es que la existencia toda es una ocupación de fantasmas, una ilusión, una nada, “una agitada muerte”, como bien dice, y tan bellamente, un poema aquí:

El mundo, el aire, el agua,
por debajo, por detrás,
angostando la sonrisa,
atormentando las pisadas,
¿qué es eso?, ¿qué hay
en este silencio de caracola?

Un eco se sumerge en el agua,
no deja más
que una agitada muerte.


Gracias, Alessandro, por recordárnoslo.




(*) Remordimiento en traje de noche. Un hombre gris avanza por la calle de niebla; / No lo sospecha nadie. Es un cuerpo vacío; / Vacío como pampa, como mar, como viento, / Desiertos tan amargos bajo un cielo implacable. // Es el tiempo pasado, y sus alas ahora / Entre la sombra encuentran una pálida fuerza; / Es el remordimiento, que de noche, dudando, / En secreto aproxima su sombra descuidada. // No estrechéis esa mano. La yedra altivamente / Ascenderá cubriendo los troncos del invierno. / Invisible en la calma el hombre gris camina. / ¿No sentís a los muertos? Mas la tierra está sorda. 

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